San Carlos del Valle, érase un pueblo a una plaza pegado…

Este grandioso conjunto, que se yergue en mitad de La Mancha, fue concebido en el siglo XVIII gracias al programa de repoblación llevado a cabo por Carlos III, cuyo despotismo ilustrado le inspiró la idea de equiparar a grandes y pequeñas poblaciones, al menos en el plano estético.

Cual los versos de Quevedo “Érase un hombre a una nariz pegado…”, San Carlos del Valle nos sorprende por lo superlativo de su plaza y su iglesia, dedicada al Cristo milagroso que, según la leyenda, dejó en un pajar un extraño caminante.

Una plaza de película

La armoniosa racionalidad del espacio de la Plaza, definida por la verticalidad de sus columnas y pies derechos, así como por la horizontalidad de sus arquitrabes, sirve de cobijo al pueblo llano, a la vez que enmarca y realza el espectacular edificio de la Iglesia, contrastando con la fabulosa cúpula encamonada que domina el conjunto de ésta y acapara nuestras miradas.

En su plaza se rodaron algunas de las escenas de la película «El Capitán Alatriste», protagonizada por Vigo Mortensen, e inspirada en los libros de Arturo Pérez Reverte.

La linterna de la Iglesia, rematada por una afilada aguja, se eleva de tal modo que parece que, por un momento, la Tierra y el Cielo se encuentran más cerca el uno del otro, y la solidez de la construcción, un cubo perfecto flanqueado por cuatro torres, en cuyo interior se enmarca una cruz griega, refuerza el sentimiento de protección de un edificio cuyo valor simbólico alcanza el cenit en la portada-retablo que da acceso al templo.

Una iglesia hecha para impresionar, la esencia misma del barroco

Aún sin penetrar en su interior, ya hemos descrito una imagen suficientemente evocadora: el pueblo ocupa la plaza, que vagamente nos recuerda al Corral de Comedias de Almagro, boquiabierto ante el grandioso decorado de una iglesia hecha para impresionar, y asiste al milagro de los ladrones junto a Cristo crucificado que se desarrolla en el relieve que hay sobre la puerta. Un entremés que anima a entrar en el interior, a celebrar el verdadero gran misterio que es la Eucaristía. Un ejemplo, en definitiva, de simbiótica relación entre el teatro, la religión y la sociedad, el Barroco en esencia pura.


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