¿Turista, viajero o peregrino?
Nunca me gustó la palabra turista, con todos mis respetos por quien así se considere, sino que preferí otras acepciones más románticas como viajero o peregrino. Me evocaban otro tiempo de descubrimiento y disfrute más pausado, si bien restringido a unas pocas personas pudientes, privilegiados sin duda alguna. El turismo abrió ese placer a una mayor cantidad de gente y eso es de agradecer cuando de igualdad de derechos se trata, pero por desgracia trajo consigo fórmulas consumistas, hacinamiento y en definitiva una pérdida de calidad que rebajan la experiencia de viajar al bono basura, como dirían los analistas económicos de hoy en día. Mientras escribo recuerdo con tristeza cuatro momentos que fueron para mí como cuatro epifanías, negativas pero reveladoras al fin y al cabo.
Mi verdadera peregrinación a Santiago de Compostela
La primera me ocurrió realizando el Camino de Santiago en el año 1993. Era Año Santo, y no uno cualquiera, ese año la Xunta se había volcado en el mismo, contagiada sin duda alguna por las Olimpiadas y la Exposición Universal del año anterior, con mascota y todo. Yo ya había recorrido esa ruta anteriormente y había experimentado en la inmensidad y soledad de ese recorrido una mística que desconocía hasta entonces, agnóstico como me considero.
Aquel año ya noté desde el principio que nada iba a ser igual. En Cebreiro, en su recién inaugurado albergue de dos plantas me entrevistó una periodista muy simpática de la Voz de Galicia donde el año antes había dormido en el suelo de paja de una palloza porque no había otro sitio para pernoctar. Los peregrinos se contaban por miles y los antaño vacíos campos gallegos eran un continuo fluir de gentes de todo tipo y procedencia. Aún así se respiraba una cierta camaradería y experimenté más luces que sombras en un camino que disfruté hasta llegar al Monte del Gozo, 2500 plazas a caballo entre un campamento militar y un Resort turístico que anticipaban lo peor. Cuando llegamos a Santiago de Compostela ya no éramos peregrinos…, ¡nos habían convertido en turistas!
Como guinda para rematar este pastel recuerdo una agria discusión a las puertas del antiguo Hospital de Peregrinos de los Reyes Católicos ya entonces flamante Parador de cinco estrellas. Varias decenas de personas que unos días atrás te habrían llevado a cuestas si te hubieras torcido un tobillo despotricaban ahora con malos modos acerca de la manera de elegir a las diez personas que tendrían el “privilegio” de comer en las cocinas del Parador gratuitamente a cuenta de un remedo de tradición que conservaba esta entidad como antiguo hospital que fue. No me quedé a la resolución del conflicto, mis amigos y yo comimos en Casa Paco por 650 pesetas y más felices que perdices.
El idílico Egipto y los ríos de autobuses
La segunda vez que sentí como esa bestia en que se había convertido el turismo devoraba lo que quedaba de idílico sentimiento viajero en mi fue en Egipto, en el año 2002. Mi mujer y yo tras habernos licenciado tiempo atrás en Historia del Arte quisimos disfrutar en directo de esas maravillas del mundo antiguo que solo conocíamos a través de libros y diapositivas.
Cuando llegamos al complejo de Gizeh donde se hayan las tres grandes pirámides no pude por un instante asombrarme de la gran superficie bruñida que cual mar de plata brillaba a sus pies. Eran los techos de los cientos, quizás miles de autobuses, que aparcados bajo el sol del Cairo rivalizaban en proporciones colosales con las propias pirámides. Fue un instante fugaz pero suficiente para romper la magia de un momento que nunca llegó a producirse.
El triunfo que me supo a gloria en la Mezquita de Córdoba
La tercera vez fue más una victoria que una decepción porque ya hacía tiempo que había perdido la inocencia respecto a disfrutar en soledad de un monumento y aquella vez, en la Mezquita de Córdoba, el triunfo me supo a gloria. Ya había visitado tan monumental edificio en numerosas ocasiones durante mis años de universidad, siempre tan abarrotada de gente no había manera de disfrutar de ese bosque de columnas que se antojan palmeras.
Pero en aquella ocasión, no recuerdo si por iluminación propia o por consejo de alguien, acudimos al rezo vespertino en la Catedral, cuando todavía no se permitía la entrada al público. Tras una sutil finta, nos colamos en el recinto de la mezquita, en soledad, en silencio, recordando y celebrando, por un instante, por qué había estudiado Historia del Arte y no empresariales como quería mi padre.
¿La catarata de la Cimbarra era de agua o de coches?
La última vez fue hace bien poco y no tengo ninguna excusa que esgrimir, merecía un castigo divino por tamaña estupidez. El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra y si es de mi pueblo tres o cuatro. Entremos en situación, doce de la mañana del primer sábado de primavera que salía el sol con alegría. Paraje natural de la Cimbarra en la provincia de Jaén, un espectacular salto de agua en un paraje impresionante en las inmediaciones de Sierra Morena. Ya en el camino de acceso la Guardia Civil controlando el tráfico no auguraba nada bueno. Conseguí aparcar el coche, no sin cierta pericia para encajarlo en un hueco mínimo y gracias a mi suegra que fue quien convenció al agente de la benemérita que nos dejará subir debido a su edad y estado físico. Cuando salimos del coche me percaté que la esperanza de una experiencia casi religiosa en un recóndito lugar en comunión con la naturaleza se convertía en una procesión atropellada y malhumorada para llegar a la cascada y vuelta rápida para quitar el coche que tenía más riesgo de multa que estando en zona de residentes.
Para terminar un consejo, de Perogrullo, pero consejo al fin y al cabo
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